“Ulises” (José Luis Escorihuela), Facilitador

Vivimos en un mundo en el que muchas cosas no nos gustan. De lo más grande a lo más inmediato, no nos gustan las guerras, las situaciones de desesperación y miseria colectiva visibles en grandes partes del mundo, la degradación del entorno y la pérdida de biodiversidad, la pobreza en los suburbios de tantas de nuestras ciudades, la dificultad para ganarse la vida, la extensión de la delincuencia, la suciedad en la calle, el precio del alquiler de la casa, las molestias que nos causa el vecino de arriba, los gritos de mi compañer@, el sentimiento de soledad… Curiosamente, cuando por un extraño azar tratamos de buscar una explicación de por qué nos desagrada todo lo anterior, fácilmente reconocemos que se trata de una injusticia que otros cometen. La culpa siempre es del país imperialista, de los países ricos y sus estructuras de dominio (Banco Mundial, OMC, FMI), de las grandes empresas multinacionales y de las pequeñas sin escrúpulos, del gobierno de turno y de las clases adineradas, de los empresarios, de los gamberros, del mercado con sus capitalistas, banqueros y rentistas, del vecino que no es de mi gusto y de mi compañer@ que no me entiende. Todos ellos son culpables de que YO esté mal.

Y no es improbable que tengamos razón. De hecho todo parece apuntar a que gobiernos, organizaciones, empresas y ciertos individuos lo hacen realmente mal, son la principal causa de muchas de las situaciones de injusticia que se dan en el mundo y en última instancia una importante fuente de nuestros problemas. Pero, ¿de verdad nos creemos el cuento de que sólo ellos son culpables de nuestra triste situación? ¿No estaremos cerrando los ojos a una realidad que por más que lo neguemos también nos incluye como actores y no sólo como pasivos sujetos de las injusticias del mundo? ¿Podemos hacer algo, aparte de quejarnos amargamente, no dormir por las noches, cambiar de trabajo, de barrio y de compañer@? Podemos, claro que podemos, y deberíamos hacer algo.

Denunciar las injusticias es un primer paso. Evidente cuando se trata de grandes injusticias a escala mundial. Situaciones de miseria, falta de libertades y degradación del entorno son tópicos que nos llevan a much@s de nosotr@s a unirnos a grandes y pequeñas organizaciones que tratan de hacer visibles tales situaciones, denunciándolas y procurando medios para solventarlas. Participar en estas actividades puede suponer un riesgo personal enorme, al menos para aquellas personas que apuestan por una participación muy activa. Hemos de agradecer su esfuerzo. Y aunque para much@s no supone más que una manera cómoda de liberar su conciencia, también hemos de agradecer su contribución. Pero lo que ni un@s ni otr@s solemos hacer es la necesaria reflexión personal que nos lleve a vincular las situaciones de injusticia descritas con nuestros propios comportamientos y actitudes en nuestra actividad diaria, en nuestro entorno cercano.

No nos damos cuenta que detrás de todas las organizaciones, detrás de todas las situaciones de injusticia, se hallan personas, la mayor de las veces tan “normales” como nosotr@s. Personas que creen estar actuando correctamente, tan correctamente como lo hacemos nosotr@s con nuestr@s amig@s y aún así, incomprensible, ell@s se enfandan con nosotr@s. Cuando se produce un conflicto en un grupo de personas cercanas, algunos miembros del grupo van a tomar sin duda la actitud de echar la culpa al resto, se irán del grupo echando pestes y cambiarán de aires. Pero otros, seguramente pocos, se preguntarán por qué ha surgido el conflicto, indagarán en su propio comportamiento tanto como en el de los demás y tratarán de buscar las claves que les permitan superar la situación, o al menos afrontarla de otra manera en el futuro.

Si en mi entorno más cercano (familia, amigos…) no soy capaz de ver las “injusticias”, los conflictos, como el resultado no deseado de posibles diferencias en intereses, percepciones, necesidades, valores, roles, rango, etc. y me limito a echar la culpa a los demás, por qué iba a actuar de otra manera un empresario que “defiende” sus intereses, un político que defiende sus “percepciones sobre el mundo”, un religioso que defiende sus “valores” o un delincuente que busca satisfacer sus “necesidades”. Ellos también hacen, o creen hacer, lo mejor para ellos y para el mundo en el que viven. Es “normal” pues que cuando surjan conflictos en esos niveles ellos también tiendan a echar la culpa a los demás (a los ecologistas, a los otros políticos, a la gente que no les comprende…). Por supuesto que podemos tratar de cambiar las cosas por la fuerza. Ya se ha intentado antes con escasos resultados. Pero dudo que ese mundo ideal de justicia, libertad y abundancia que tod@s soñamos se sostuviera por la fuerza. La enfermedad del político, el empresario, el delincuente está en nosotr@s. Basta que se nos dé la posibilidad de jugar sus papeles para comprobarlo en nuestras propias carnes.

Denunciar las injusticias es importante. Intervenir para aliviarlas también. Pero el paso, el gran paso que deberíamos dar es cambiar las estructuras subyacentes en las que se engendran tales injusticias. Esas estructuras están en nosotr@s, “l@s buen@s”, tanto como en ell@s, “l@s mal@s”, para hablar con el tan manido lenguaje de la confrontación. Desgraciadamente, o no, no se cambian por la fuerza. Se cambian con un trabajo personal que nos lleve a aumentar nuestra conciencia de las cosas, a mejorar nuestra percepción del “otro”, a ser más compasivos. Necesitamos adquirir conciencia de lo que somos en nuestra relación con los demás y aprender a expresar nuestras necesidades, nuestros sentimientos, temores, deseos, sin avasallar ni herir a los demás. Necesitamos aprender a hacer las cosas más fáciles, a aliviar las situaciones de tensión, a dar más espacio a las poderosas fuerzas de grupo que nos recorren, necesitamos facilitadores para los procesos grupales, para crear una verdadera comunidad, necesitamos recuperar el antiguo arte de los chamanes y adaptarlo a nuestro tiempo y lugar. Tal vez la facilitación sea nuestra última oportunidad para difundir una verdadera cultura de paz.