“Ulises” (José Luis Escorihuela), Facilitador

El anhelo por la comunidad se extiende entre cada vez más gente. El individualismo conlleva un precio que a muchos les parece excesivamente alto. A la dificultad de satisfacer convenientemente nuestras necesidades materiales —alimentos sanos, vivienda digna, energías limpias, trabajo decente, etc.—, agravada cuando se está solo o en familia nuclear, se añade la dificultad, casi insalvable, de satisfacer otras necesidades igualmente perentorias para el ser humano en su dimensión social y espiritual.

Vivir en una ciudad, y en muchos de nuestros pueblos, supone un esfuerzo enorme para muchas personas con trabajos mal remunerados, que ven de repente como su vida se les escapa de las manos sin tiempo para ellas mismas, su familia o sus amigos. La rutina trabajar-descansar se ha instalado en muchos hogares entrampados en deudas e hipotecas que sólo sirven para conseguir cierto bienestar material, mientras el alma se resiente y las relaciones humanas se deterioran.

Ante esta situación claramente insostenible, no es de extrañar que muchas personas busquen en la comunidad una respuesta a todos sus males. Una cooperativa de consumidores, un banco del tiempo, un club de montaña, una asociación de barrio, un centro social, una cooperativa de trabajo, un grupo de yoga o de cualquier otra práctica espiritual…, todo ello son maneras por las que la comunidad se expresa en aquellos que deciden o deben seguir viviendo en la ciudad. Otros, más afortunados o, simplemente, más decididos, abandonan la ciudad y se instalan en el mundo rural en busca de una pequeña comunidad local y, probablemente, ideal.

Sea en la ciudad o en el campo, el deseo de comunidad, de ser parte de un grupo que alimente nuestra identidad y satisfaga nuestra necesidad de reconocimiento y cuidado, se convierte para muchos en la búsqueda espiritual más importante de su vida. Lo trágico es que muchas de estas personas no la encuentran jamás, a pesar de ser parte de numerosos grupos y proyectos. La realidad raramente responde a sus sueños, la comunidad que viven no es la comunidad que soñaban y, puestos a buscar responsabilidades, suelen ser los demás, o las circunstancias, los causantes de que las cosas no funcionen como debían.

Sin embargo, el espíritu no abandona ningún grupo y nuestra incapacidad para invocarlo no se debe a su ausencia, sino a nosotros mismos, a nuestra falta de preparación para ser y estar en grupo, para sintonizar con el espíritu colectivo que anima todo proyecto y hacerlo manifiesto en nuestras actitudes y comportamientos. El individuo que somos, con todos sus hábitos y patrones adquiridos, no desaparece cuando formamos parte de una comunidad. Nos acompaña, aunque tal vez de una manera encubierta, en todo lo que decimos y hacemos en grupo, y si ese individuo ha sido entrenado para ser competitivo, ambicioso, agresivo, egoísta o cualquier otra de las características que definen nuestra sociedad occidental, todo ello sale de una u otra manera en grupo y competimos, agredimos, ambicionamos o somos egoístas, contribuyendo muchas veces sin querer a la destrucción de lo que decimos anhelar.

Ningún grupo está libre de conflictos, ni siquiera aquellos que han hecho de la espiritualidad su razón de ser. El conflicto es de hecho necesario, el espíritu también se reconoce a través de él. Su presencia es síntoma de diversidad y de vida. En el mundo fenoménico existe una contradicción insalvable entre el deseo de unidad y la diversidad de formas en que ésta se expresa. Cuando lo diverso se puede expresar sin coacción —y entiendo que todos los grupos aspiran a ello pues no hay comunidad sin diversidad—, el conflicto es prácticamente inevitable. No hay nada malo en ello cuando nuestra disposición es aprender y seguir creciendo. Todo grupo sale fortalecido de un conflicto bien resuelto. La conciencia grupal aumenta. El problema es que, en general, no sabemos enfrentarnos al conflicto, pues sólo disponemos de las herramientas que hemos heredado de una cultura individualista, competitiva y bastante violenta.

Cuando el conflicto surge, nuestra primera reacción es el miedo. Su función es bloquear nuestro ser racional y consciente y disparar respuestas automáticas que hemos aprendido desde nuestra más tierna infancia. Estas respuestas suelen llevar una gran carga de violencia de la que no somos conscientes. Al liberarla, tantas veces sin darnos cuenta, el ser grupal se resiente, afectando a todas nuestras relaciones. El dolor se instala en nuestras vidas. Para muchos es el momento de abandonar el grupo, de replantearse su sueño de vivir en comunidad. No pueden soportar el dolor, se sienten heridos y los otros tienen la culpa. Esta la historia de muchos grupos.

¿Qué podemos hacer? Arnol Mindell, el fundador del Trabajo de Procesos y autor de Sentados en el fuego, lo tiene claro: “Necesitamos humildad y volver a la escuela”. Tenemos que desaprender lo aprendido y desarrollar habilidades para comunicar mejor, decidir mejor y resolver mejor nuestros conflictos, eliminando la carga de violencia que arrastramos inconscientemente y liberando nuestra creatividad. A la vez que aprendemos también a invocar mejor el espíritu que acompaña todo proyecto colectivo, a cuidarlo y hacerlo crecer a través de la confianza y la compasión, a sostenerlo creando estructuras abiertas e inclusivas y a reanimarlo cuando decae ante las adversidades y los conflictos.

En esto consiste la facilitación de grupos, en aprender a expresar el espíritu de la comunidad a través de todos nuestros actos, superando así nuestras respuestas aprendidas y el individuo que llevamos dentro. Aprender facilitación es aprender a invocar el espíritu de un grupo a través de una visión compartida, a través de técnicas como la Indagación Apreciativa o las Historias de Futuro. Es cuidar el espíritu con una Comunicación No Violenta, empática y asertiva, que genera confianza y una atmósfera de trabajo apropiada. Es sostener el espíritu creando estructuras adecuadas para el buen funcionamiento del grupo, como tomar decisiones por Consenso o trabajar las emociones y los conflictos en un Foro Orientado a Procesos. Es fortalecer el espíritu liberándonos de nuestros miedos personales y colectivos, de la opresión interna, del sentimiento de impotencia, de la actitud reactiva ante la vida…, y sentir y aceptar el poder que llevamos dentro y desarrollar nuestra infinita capacidad creativa.

Facilitar es liberar el inmenso poder de la comunidad para ponerlo al servicio de quienes forman parte de ella, de quienes no forman parte, de todos los seres y del universo en su totalidad.